La autonomía psicológica
Comentaba en otro artículo (Autonomía psicológica) que la autonomía ejerce una función integradora entre diferentes “piezas” que componen nuestra estructura mental.
No siempre resulta fácil la convivencia entre nuestros deseos y las normas sociales, por poner un ejemplo; o entre querer complacer a un ser querido y nuestras necesidades.
Surgen dilemas, tensiones, y es función de la autonomía escuchar a todas las partes, explorar todas las posibilidades, sopesar las diversas combinaciones que se pueden dar.
A veces en este proceso es imprescindible asumir renuncias, pérdidas y duelos.
La autonomía significa libertad, autodeterminación, ser el propio juez de uno mismo.
La autonomía nos permite no definirnos de forma exclusiva por las relaciones; nos permite ser congruentes, fieles a nosotros mismos; nos facilita tomar decisiones, ser responsables y comprometidos.
La voluntad
Ahora bien, ¿cómo lleva a cabo todas estas operaciones de una manera integrada la autonomía? Esta es la función de la voluntad.
La voluntad nace de la confrontación entre el deseo y las limitaciones de la realidad.
El reconocimiento de los límites físicos y sociales, la autolimitación de los propios impulsos, deseos y caprichos según los criterios de posibilidad van a requerir la intervención de la voluntad.
La voluntad elaborará un juicio o valoración de los deseos que llevará a tomar decisiones y ejecutarlas. Para tomar una decisión tendrá en cuenta tanto el aspecto subjetivo (el deseo) como el objetivo (lo que es posible y lo que no lo es) y todo ello al servicio de las motivaciones y emociones del individuo.
Percances de la voluntad
Pero esta imprescindible ayudante de la autonomía que es la voluntad puede sufrir percances a lo largo del desarrollo de la persona.
Uno de ellos es haber sido víctima de abusos, sean sexuales o no.
La experiencia de hacer cosas que no hemos decidido nosotros porque alguien nos las impone porque es más fuerte que nosotros, física o psíquicamente, puede hacernos creer que somos seres indefensos que están a las órdenes de los demás.
Y esta idea, cuando crecemos, puede llevarnos a dejarnos manipular por la pareja y permitir que nos maltraten o nos convirtamos en personas dependientes; o puede hacer que en el trabajo seamos algo parecido a esclavos o nos dejemos chantajear; o acabemos metidos en una secta o en algún grupo político autoritario.
Otro percance posible tiene que ver con la ausencia de regulación por parte de la voluntad.
Si esta no hace su trabajo integrador, deliberativo y decisorio frente a las apetencias, gustos y deseos puede ocurrir que se cree un gran lío entre voluntad, pensamientos, imaginación e incluso sueños y sensaciones.
Como pasa con los pensamientos desbocados, tan propios de las obsesiones, que son tomados como deseos o temores propios de los que han de protegerse de una manera externa recurriendo a rituales o rumiaciones sin fin.
Y por último, nos podemos encontrar con la compulsión, la cual afecta a la acción más que al pensamiento, y que puede manifestarse en forma de compras o comidas compulsivas, autolesiones, actividad sexual, etc., que no son deseadas por la persona que las ejecuta, pero que se le imponen a su voluntad de forma tiránica.
Todos estos percances que puede sufrir la voluntad nos hacen menos libres.
O dicho de manera positiva, la voluntad bien desarrollada nos permite ser libres, ejercer nuestra autodeterminación.
La libertad es lo que aporta dignidad y valor a nuestras acciones.
Pero la libertad es una conquista dificultosa de los individuos y de las sociedades; no es un regalo. Hay que currárselo.
“Uno se libera del destino y de la imposición de las leyes naturales, divinas o humanas porque asume su responsabilidad y eso es la autonomía.” (Extraída esta cita, como otras partes de este artículo, del magnífico libro de Manuel Villegas El error de Prometeo: Psico(pato)logía del desarrollo moral)