Vivir experiencias traumáticas afecta intensamente al cuerpo
Muchos de los síntomas de los traumas no resueltos son síntomas físicos que se desencadenan una y otra vez al recordar las vivencias dolorosas.
Otras veces, aunque no se recuerde lo ocurrido, los síntomas físicos siguen haciendo visitas regulares para atormentar años después con dolores, imágenes, olores, estados de desregulación fisiológica que puede llevar a estados de alteración extrema o, por el contrario, a una dejadez física que apenas permite el movimiento; entumecimiento de partes del cuerpo, etc.
Algunas personas traumatizadas pueden sentir muy poco sus sensaciones y emociones, como si estuviesen casi apagadas las señales que le llegan a la conciencia y, en cambio, otras pueden sentir demasiado.
El cuerpo cuenta lo ocurrido
Puede que tengas muchos síntomas y no los relaciones con experiencias traumáticas, como pueden ser los abusos, o la pérdida de un ser querido. Incluso puede ocurrir que ni te acuerdes de haber tenido esas experiencias, o que las recuerdes de una manera fragmentaria.
Entonces es como si el cuerpo quisiera contar lo ocurrido a su manera, sin palabras, utilizando los síntomas como una forma de lenguaje.
También puede ocurrir, por desgracia, que todos esos síntomas los interpretes como defectos personales y pienses que estás mal de la cabeza, o que eres una persona descontrolada, o alguien que quiere llamar la atención.
El cuerpo influye sobre la mente y viceversa
Los pensamientos que tienes afectan al cuerpo, así como le afectan las emociones.
Si te imaginas que te ocurre un desastre, esos pensamientos desencadenarán emociones relacionadas con el temor, el desamparo, y cosas por el estilo que, a su vez, provocarán cambios en tu cuerpo como sudoración, taquicardia, tensión muscular, etc.
Los estados corporales también tienen la capacidad de afectar a tu mente. No tienes más que recordar momentos en los que te duele la barriga porque algo que has comido te ha caído mal para ver cómo tu mente queda enganchada al dolor y ves la vida entera a través del dolor.
Cuando somos niños, el ambiente en el que crecemos va condicionando nuestras ideas sobre lo que somos y lo que es el mundo. Esas ideas sobre nosotros mismos forman una red más y más compleja que influye sobre el cuerpo haciendo que adopte unas posturas más que otras, o que tienda a moverse de una determinada manera.
Si a un niño le transmiten que ha venido a este mundo a ser un triunfador es más probable que su cuerpo se muestre erguido cuando está de pie, que saque el pecho desafiantemente y que se mueva con energía y resolución. Si a ese niño, en cambio, le dicen que es un desastre, probablemente encogerá los hombros y doblará la espalda hacia delante y sus movimientos serán torpes y desmañados.
Ciertas posturas y maneras de moverse cristalizan y se hacen crónicas y, entonces, es como si el cuerpo devolviera a la mente la influencia recibida: ahora esas posturas influyen sobre lo que la persona piensa y siente sobre sí misma. Caminar mirando hacia el suelo hará que te sientas más triste o derrotada.
Un movimiento que se repite una y otra vez, como por ejemplo las contracciones que provoca el miedo, se acaba convirtiendo en crónico y afecta a la estructura corporal.
Esa tensión crónica es como un corsé que impide que el cuerpo se mueva libremente. Además de provocar problemas físicos, como los dolores musculares, acaba influyendo sobre los pensamientos y las emociones: si tu cuerpo adopta una postura defensiva, tu mente lo interpreta como que hay un peligro, y aún se incrementarán más las posturas defensivas.
Cuando estas contracciones se hacen crónicas desde la infancia afectan al crecimiento y a la percepción que el niño tiene sobre sí mismo y, también, a la manera que tienen los demás de verle.
Puede que te interese leer el artículo de este blog que se titula Cuerpomente: aporta algunas ideas para evitar esas cronificaciones corporales mencionadas más arriba, siendo más conscientes de los movimientos de nuestro cuerpo y de nuestra mente.